Recomencé
de la manera correcta. Me empape de mi y de mis emociones más urgentes. Aunque
no me pudiera escapar, hice oídos sordos a los mensajes subliminales que me
enviaba la ciudad y su, para mí, nefasta sordidez.
Me concentre en buscar el
equilibrio entre mi cuerpo y mi mente, que sin razón alguna, se me había
arrebatado por capricho y egoísmo.
Viajé sin
rumbo, pero con la absoluta certeza de que cualquier camino que tomase, sería
el correcto.
No seguí
ningún tipo de pauta, ni siquiera pensaba qué dirección seguir, sólo sentía todo
aquello que me rodeaba más intensamente que nunca, y frente a mis sentidos,
ningún tipo de señal, aviso o consejo, me haría cambiar de opinión.
Escuche por
fin lo que mi piel me contaba entre suspiros que me desgarraban el lagrimal de
tanto ardor, y entre latidos deduje varias sensaciones que quiso hacerme llegar
mi corazón, y así, sin poner en funcionamiento la parte racional de mi cuerpo,
le proporcioné la serenidad que necesitaba para entender lo que hasta hoy, me
resultaba incomprensible.
No se
trataba de hacer lo más sensato a largo plazo, sino de conseguir que otra vez
en mi vida cada momento sea único e irrepetible, sin trabas, ni jeroglíficos
imposibles de descifrar, y sin mirar más allá de lo que hoy me da razón para
ser feliz.
No más búsquedas
forzadas de la esencia “idealizada” de la felicidad eterna, porque he
comprobado que ella aparece justo, cuando uno se propone que nada vacío de
sentimiento conseguirá ponernos tristes o nos hará pensar que la felicidad no
vale la pena.
Yo decidí volver a mi punto de partida, pero antes de comenzar a caminar nuevamente, recorrí con milimétrica
paciencia algo más de doscientos días… Y miré con sensatez el camino para
emprender nuevamente ese viaje con una mirada llena de bondad.
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